lunes, 6 de febrero de 2017

ARAGONESES

Bueno, pues estoy aprendiendo en todo, mejor dicho, estoy deseducándome en todo. Tantos años viviendo y escribiendo en plan telegrama, con frases cortas y extremadamente concisas.... Ahora gusto de escribir como hablo, y aún más difícil, como siento, y me encuentro como un niño que empieza con sus primeros balbuceos, "cuentándolo" todo, como una máquina de decir palabras, y sin arrepentirme de nada -esa fue mi última declaración de principios- Me queda mucho aun por digerir y entre ello, hoy pongo el ojo en la humildad. Humildad para saber y aceptar lo que realmente soy, humildad para escuchar en lugar de hablar, para entender los consejos de quien me valora en lo que soy y porque no, humildad para vivir ajustadamente la autoestima, ese don que baja del cielo y como baja sube. ¡¡Bendito seas por estar vivo y ser consciente de ello!!
Vengo de una tierra, en la que como en todas las tierras, tenemos una forma de expresar y construir relaciones de forma especial. Sí que somos diferentes, y esa diferencia -preciosa por cierto- esta encarnada genéticamente también en nuestra forma de ser y de pensar. No somos nacionalistas, pero como ellos si nos sentimos provincianos, pueblerinos, forasteros en cualquier lugar y por ello durante generaciones nos hemos dejado ver, tozudos, altivos y algo avergonzados, porque no.
A este propósito quiero contar algo que nos define bien y que dicen sucedió en un viaje en tren de Valencia a Zaragoza, en el que coincidieron un aragonés y unos valencianos en el mismo departamento.
Resulta que en aquellos viajes tan lentos y llenos de carbonilla que el correo de Valencia tardaba en realizar más de doce horas, el buen baturro sintió reseco y como llevaba unas naranjas que había comprado en el reino, pues echó mano de una de ellas. Al pelarla inició la operación con un bocado, le encontró gusto a la piel y primero empezó a comer la cáscara por lo blanco con algo de prevención, pero poco a poco terminó relamiéndose con la dorada cubierta que le producía un cosquilleo especial en la boca. Los valencianos, observándole, al principio se hacían discretas señas, pero ante la fruición con la que el maño daba cuenta de la piel de la naranja, rompieron en carcajadas y en su lengua, con gran alboroto, se decían cosas que los de Aragón no entendemos. Mi buen paisano ni se inmutó, y con serena gravedad continuó con la sabrosa cáscara, gozando con deleite de tan sabroso manjar. Como las chuflas seguían y el tono de la burla iba aumentando, el aragonés dio cumplida cuenta de toda la cáscara y cuando tuvo la naranja bien repelada, se acercó a la ventanilla, bajo el cristal y arrojo la fruta al campo. Volviéndose a sus compañeros de viaje dicen que les dijo “en mi pueblo, las naranjas nos las comemos así”
Y es que, como dice la jota “envidia nos tienen en todo Madrid que no son tan nobles, ni burros, ni pobres como los de aquí” o como nos contaba aquel seminarista de Zaragoza, “vírgenes hay muchas, pero madre de Dios la del Pilar”.
La masada es una casa en el campo, un mas rodeado de tierras de labor en el que vivían –y aún puede que vivan- una o más familias del bajo Aragón. Es un lugar de resistencia, de supervivencia en el tiempo, ante la adversidad de las malas cosechas y ante el olvido a que están sometidos aquellos que viven al día lo que les llega. Un lugar de mujeres enlutadas y hombres hechos de tierra que se deshacen en juramentos cuando claman al cielo con rabia por lo que se ha perdido. No importa el recinto, ni lo grandes que sean las salas de la casa, lo que importa es la piedra que hay en sus muros, esa piedra robada a los campos para hacerlos cultivables, caliza rota por el arado, arrancada al hielo que todo lo arrasa y “espedregada” bajo un sol abrasador. Una masada es una unidad autónoma, sometida a todo menos al médico, al cura y al alcalde, una unidad social de anarquía, de autosuficiencia en la que se hunden las raíces de aquellos primeros pobladores que bajaron del monte y fueron saqueados por moros y cristianos, bandoleros todos y siervos de un mismo señor.

…. Continuará
Desde otro lugar del corazón ….

Identifico el concepto casa con el concepto familia, con la gente a la que se pertenece, con ese lugar común en el que todos tenemos un sitio en el que estar, como en aquella casa del bisabuelo Mariano, al que solo conocí en fotos, y que la mandó construir, sobre muros de piedra, con su altura ... más un brazo. Pero yo solo soy dueño de los recuerdos que parten en cascada desde los abuelos Joaquín y Trinidad.
Recuerdo a nuestra abuela gorda, muy gorda, tanto que a mí de pequeño me parecía la persona más grande del mundo. Recuerdo su caminar lento, pausado por los “ayes” de la enfermedad y parece que la veo venir de la cuadra al cuarto por ese pasillo que se me hacia tan largo y oscuro. Siempre nos andaba “roñando” y como lo teníamos fácil, nosotros siempre nos escapábamos. Hoy me quedo con su ternura, con la forma de acogerme en su regazo mullido y caliente, o con la pesetica de la propina del domingo. Parece que aún la veo sentada en aquel viejo sillón de mimbre frente a la ventana del cuarto, mirando a través de unas viejas lentes reparadas con esparadrapo, gobernando los horarios de la casa, y siempre en actitud de espera, por si alguien pasaba y tenía necesidad de encontrarla.
A nuestro abuelo le recuerdo alto, delgado, con la nariz aguileña y los pómulos marcados por ese colorete que le hacía tan especial y tan alegre. Recuerdo que me cantaba con una voz muy peculiar algo parecido a una jota, y también la importancia que daba a la familia, a ser primo de este o del otro. Le veo en la barbería de Mariano los sábados al anochecer esperando, con otros hombres, su turno para arreglarse, o sentado al sol de la tarde en el corral con esas manos llenas de nudos, tejiendo una “trena” interminable. Con él conocí las peras de Don Guindo, las acerollas, las acederas, los higos, la borraja, los ciruejos… Su recuerdo me despierta el amor, la pasión por la tierra de donde vengo y a la que algún día iré a parar.
A mis primos, los recuerdo como una “patolea” de cascabeles pequeñicos con los que correteaba por toda la casa revolviendo el granero o escondiéndonos en la sala de atrás. La primera vez que tuve conciencia de que éramos muchos fue cuando le oí a una vecina decir que la Trini tenía once nietos, faltaban por llegar los últimos de la Vicenta, pero a mi ya me parecíais “muchísmos” y me llenaba de orgullo tener una familia tan larga.
No puedo pasar por alto la importancia que en la organización familiar habéis tenido y tenéis las mujeres. Todo gira alrededor vuestro, de las madres, de las hermanas, de las primas, de las sobrinas, ... Con gran arte y de manera admirable, digna y sutil conducís los asuntos del común, los que son de todos. Lleváis la cuenta de las fechas, de los aniversarios, de lo que es de cada uno, cuando hay que llamar, que hay que decir..... En definitiva, gobernáis lo que es menester hacer. A nosotros los hombres nos encanta porque también sabéis hacernos sentir importantes, y percibimos en ello el respeto, la admiración con la que nuestros abuelos se trataban. La palabra del padre era como la de Dios en casa, pero antes la madre le había dicho lo que tenía que decir. La organización perfecta, no había lugar para el conflicto. ¿Cuanto tenemos que aprender de la forma de amar de la gente sencilla?